Categoría: Epistoma

  • El lobo y el cordero

    El lobo y el cordero



    El lobo y el cordero estaban ya cansados de formar parte de parábolas, fábulas y cuentos para niños. Especialmente el lobo, al cordero más bien le fastidiaba ser interrumpido de su hora del almuerzo (que duraba todo el día) para hacer su papel, el único que siempre ha sabido hacer a la perfección. 

    El lobo por su parte, tenía varias cosas en la mente. Pero principalmente quería dejar de participar de esas (según él) inútiles fábulas que además de no significar nada para él, en la mayoría de las ocasiones lo obligaban a dejar libre a la oveja antes de siquiera hacerle un rasguño. Regularmente, las fábulas iban de eso. El cordero por su parte aprovechaba estos dramáticos encuentros controlados, para hablar de ella misma con sus similares como una sobreviviente, un guerrero mítico que se enfrentó al lobo y consiguió la victoria, no solo escapando de él, sino dejándolo más hambriento y cansado que nunca. La realidad es que el lobo simplemente dejaba huir a la oveja.

    A menudo la oveja no se conformaba solo con huir, sino que una vez segura de que en el cuento no figuraba su muerte. Se encargaba de acosar al lobo arrojándole piedrillas con sus diminutas pezuñas, o cagándose en su camino para que el lobo eventualmente se ensuciara de mierda. Esa era una de las cosas que el cordero hacía muy bien.

    El lobo andaba dubitativo y hambriento, y aunque no podía evitar sentir mucha hambre cada que miraba una oveja a lo lejos, usualmente solía desistir de intentarlo. Las funciones eran tan extenuantes que seguramente su proximidad al cordero solo serviría para apresurar el comienzo de un nuevo drama. 

    Así pues, antes de que por accidente se topara con una oveja,  el lobo tenía que apresurarse a comer lo que encontrara a su paso. Su dieta por lo regular se trataba de pasto, piedras o incluso insípidos escarabajos y arañas. 

    Tardó mucho en notarlo, pero el can por fin se dio cuenta de que había un truco en todo esto. Aquel ser que inventaba las historias depositó al azar un valor en el lobo y la oveja, que además era totalmente arbitrario. En esa repartición de papeles, el lobo fue menos afortunado, pues mientras a él le tocaba representar todas las cosas malas y astutas, el cordero había conseguido encarnar el papel de la virtud, las cosas buenas y simples. La elección de actores fue tan aleatoria, que así como se eligió un lobo, pudo ser un gato; así como un cordero, pudo ser un asno. No existía nada peculiar en ninguno de ellos que justificara su personaje. 

    Mientras a la oveja gorda y limpia le eran concedidos toda clase de honores y comodidades, al lobo flaco y cansado se le perseguía duro por sus impulsos supuestamente diabólicos y a menudo era blanco de escarnio por parte de las ovejas. El ser desequilibrado que inventaba los cuentos, pocas veces alimentaba al lobo, y cuando lo hacía, solía ser bajo acusaciones de perjurio y penosos castigos por cosas que ni siquiera estaban en su naturaleza. Es por esa razón que el lobo de los cuentos es siempre famélico y deprimente. 

    No obstante, la perezosa oveja no paraba de quejarse cada que era llamada a escena, el alimento y cuidado constantes le dieron tal seguridad de sí misma, que incluso en un signo de arrogancia determinó que el lobo no era digno de cazarla. Como digo, ambos estaban ya hastiados de participar en el cuento, uno por cansancio, el otro por flojera. 

    Un día, estaba el lobo regresando de su faena, casi ciego y sordo a causa del hambre, cuando de pronto notó que algo se movía en la espesura de la vegetación. Se acercó y mientras lo hacía, solo esperaba que no fuera otro borrego charlatán que quisiera hacerse de una historia a costa de él; a esas horas lo único que esperaba era dormir. Se internó pues entre la hierba, y no tardó en encontrarse con que una liebre desesperada por huir intentaba pasar a través de un hueco en la tierra que no tenía salida, sino un fondo a penas pequeño. El lobo recordó que se trataba de un agujero que días antes había hecho para comer algunas raíces. Por sí mismo el lobo no es un animal astuto, así que tardó en darse cuenta de que ese agujero se convirtió por casualidad en la trampa de la liebre. 

    Cuando reaccionó, tiro del conejo fuera del hoyo y lo recostó frente a él, se notaba en los ojos de la liebre un dejo de resignación que no tardó en convertirse en desconcierto. El lobo miró fijamente a la liebre tendida entre sus patas por un buen rato, entonces ella le dijo al lobo: 

    -¿Qué estás haciendo lobo idiota? 

    Con esas palabras , el lobo salió de su trance y respondió:

    -No lo sé, ¿no vas a balar y suplicar por tu vida? ¿No tienes que escapar y fingir que te hice daño? 

    La liebre se quedó perpleja después de esto, nunca hubiera esperado de un lobo tal clemencia y torpeza, después de sonreír un poco, respondió con desdén:

    – Lobo amigo, soy una liebre y tú un lobo, me capturaste, y ahora has de comerme.

    Dentro de sí, la liebre comenzaba a sentirse avergonzada por la posibilidad de que el lobo tuviera piedad con ella a causa del sentimiento más vil que existe: La condescendencia. Ella no hubiera podido seguir su vida después de ser absuelta por un lobo, el estigma de “la lástima” hubiese torturado a la liebre por el resto de sus días. 

     El lobo le dijo:

    -Entonces, ¿De esto se trata?

    -Así tiene que ser lobo.

    -Esta bien liebre, adiós.

    Dicho esto, el lobo reventó la cabeza de la liebre con la fuerza de su hocico, y la arrancó de cuajo. Devoró al magnífico animal de solo tres bocados.

  • Sombras en la sucia calle

    Sombras en la sucia calle



    ¿Hice lo correcto? ¿No? ¿Debí abandonarlo? ¿Matarlo más? ¿Debí morir ese día?.

    Cuando le conocí, su apariencia era simplemente desagradable, pero no más. Deambulaba sin dirección y era difícil deducir de dónde venía, o que lo había hecho llegar ahí; una cosa es cierta, su claro deterioro me decía que debía ayudarle.

    Habemos personas con el complejo de restaurador, que insistimos en enfocar las fuerzas en causas decrépitas y lastimadas; dientes que cuelgan de un nervio, heridas internas, huesos rotos, ladrones y alcohólicos, perros moribundos, abortos; aquello cuyo precipicio es insalvable. Todo por catalizar el dolor de un vacío hondo y sin contenido; causas que están pactadas con alguien para ser pérdidas.

    Mira, puedes descansar acá, debes tener frío y hambre, ¿cómo te llamas?

    ¿Importa? ¿Para qué necesitarías saber mi nombre?

    -Bueno, solo quiero ser amable. Puedes descansar, todo estará bien. ¿Tienes hambre? Toma – le acerqué una bandeja con comida, y agua. Apenas lo miró, no respondió nada.

    ¿llevabas ya mucho tiempo donde te encontré? Seguro estarás lastimado.– Insistí.

    Somos aquellas personas que exprimen de la carne seca, la última esencia de vida. Yo nos miró más como carroñeros que como “ayudadores”. ¿Los veganos?, ¿PETA? Esos son simplemente mamones simuladores, y no hay nada bueno que decir sobre ellos.

    Puedo revisarte si me dejas, y después un baño.– Pero no respondía. Entonces intenté acercarme.

    ¡Déjame! ¿Acaso te he pedido que te acerques?

    ¿Me vas a decir tu nombre? ¿qué te sucedió? ¿Por qué te encontré ahí?

    Decía que al rescatarle nada sabia de el más que su estado era deplorable; a menudo uno toma decisiones importantes por inercia, y cae en trampas que prácticamente uno mismo se tiende. Se cree en el concepto de la “Piedad” como si fuera un virtud, pero prácticamente todas esas etiquetas esconden un significado opuesto, son más bien disfraces para los impostores, casi lo mismo que la piel de la oveja al lobo.

    Cuando se adopta una causa, especialmente en pos de alguna falsa virtud como la “Piedad”, se hace previa evaluación de los beneficios morales que hay en ello, si el proyecto resulta mostrar autonomía como para superar su dependencia, se pasa de él en busca de algo suficientemente deteriorado. Es por eso que los piadosos aman adoptar perros y no personas, cuervos, gatos, reptiles o monstruos. El enervante favorito de un bienhechor siempre será el agradecimiento, y la naturaleza idiota de un perro encaja perfecto con ello.

    Se mostraba irritado, entonces me dijo:

    -¿Para qué quieres saber todo eso? ¿Acaso tiene alguna importancia? Simplemente no es nuestro destino ser relevantes en nuestras vidas. Querías ayudarme ¿no? Pues lo hiciste, aquí estamos.

    -Oye, pero ¿por qué reaccionas así? Yo solo intento ayudar, conocer tu nombre.

    -Mi nombre no importa, y no sirve de nada saberlo.

    – ¿Por qué piensas que no eres importante como para saber tu nombre?

    De su hocico noté una mueca parecida a una sonrisa irónica. Luego dijo:

    – No soy yo por quien te interesas, lo que necesitas es darle un nombre a tu gesto, ni siquiera nos conocemos, no estamos destinados a tener nada en común.

    Para un restaurador, agradecer es tan penoso como pedir perdón; somos personas tan rotas que ambas cosas suman grietas irreparables en nuestros corazones enfermos. Ese es otro de los motivos que mueven esa fascinación por la pepena que hay en los recolectores de carroña.

    Oye, tienes que relajarte, ¿prefieres volver a la calle con el estómago vacío?

    -No sé, dímelo tú, ¿Te sentaría bien que  te dejara sin haber logrado hacer nada por mí?

    -¡Tienes una actitud muy negativa! Yo sólo quiero platicar.

    -¿Tienes ganas de platicar? Entonces deja que te hable un poco sobre ti…

    Lo maté pues, porque se mostró hostil, lo suficiente como para recuperarse, como para pronto dejar de necesitarme; de hecho, en realidad nunca lo hizo, no se alimentaba de migajas como los otros, ni parecía tener sed, nunca me miró como su ayudador, pero no se mostró reticente a mi rescate. Lo maté porque era libre y fue su decisión marchitarse; quiso ser su propia víctima y esas cosas no están bien.

    Lo maté porque ayudar no es un juego. Algo que cae a voluntad, no debería poder levantarse por sí mismo.

  • La experiencia de la disolución



    Esa vez estábamos tumbados en el pasto, no conversábamos acerca de nada, principalmente porque no podíamos hacerlo, en realidad nunca se nos ocurrió que pudiéramos encontrar la manera de lograrlo. Digo que estábamos tumbados porque es la posición en que yo me mantenía. El, ¿o ella?, eso, de hecho estaba inerte en una postura que era, supongo, algo muy natural para él,  ¿o eso?.

    Simultáneamente decidimos incorporarnos, y comenzamos a andar, yo caminaba con la torpeza habitual que me quedó desde que perdí aquel miembro, (todos piensan que por ser fácil pueden desarmar insectos indiscriminadamente,  arrancarles alas, patas o antenas, y que eso no supondrá ningún perjuicio para ellos en el futuro. Sin embargo al mutilarlos y posteriormente liberarlos con vida, la realidad es que uno los condena, y entonces son como muertos vivientes, ni juegan, ni cogen, no van a fiestas y desde luego no tienen amigos, mucho menos hijos, solo viven y tarde o temprano, mueren solos).

    Durante nuestra caminata pude observar lo lento que era mi andar respecto a ¿Ella?, un poco por nuestra diferencia de dimensiones, otro poco a causa de la ausencia de una de mis extremidades; no tardó en mostrar su impaciencia, o lo que deduzco como tal, así que comenzó a tirar de mi.

    La caminata era larga y accidentada, al menos para mi, y transcurría en silencio, aunque impersonal, puedo asegurar que fue el paseo más armonioso del que pude disfrutar, sobre todo porque mi andar al unísono de ¿el? Era completamente voluntario, minutos antes había decidido dejar de resistirme, y aceptar mi nuevo destino, entonces lo hice con gusto. 

    Así fue que pude reparar en todos los detalles que nunca había advertido  y se desplegaban impresionantes ante mi, la noche tan bonita, el aroma de la hierba, los sonidos nocturnos; desde mi cerebro de insecto me asombré de lo imponente y hermoso que era el andar de ¿eso?, cuidadosamente articulado en cada movimiento. No saltando, no arrastrándose, simplemente se desplazaba con gracia y exactitud.

     Entonces comprendí el motivo de su premura, empecé a notar como algunas zonas de mi interior comenzaban a perder volumen y hacerse aguadas, de pronto me di cuenta que estaba convirtiéndome en una especie de contenedor de jugo, así que decidí acelerar mi paso, la experiencia de disolución estaba comenzando a afectar mis ideas y pronto mi cerebro sería parte del mismo licuado, además, estaba determinado a experimentar hasta el último detalle de mi destino final.

    Por fin llegamos a su casa, para ese momento yo me encontraba completamente paralizado, pero por suerte aun consciente, me arrastró hacia adentro y en el proceso se desprendió uno de mis ojos. No tardó en comenzar, así que observé con mucha curiosidad y ya sin dolor; miré cómo inició el ritual de limpiar sus piezas bucales y se dispuso a beberme.